Oriente Medio: el plan de Trump para una paz de cementerio

Textos del mensual Lutte de classe - Noviembre de 2025
Noviembre de 2025

Tras la firma el lunes 13 de octubre, en Sharm el-Sheij (Egipto), de un acuerdo entre el Gobierno israelí y Hamás, bajo el patrocinio estadounidense, entró en vigor un alto el fuego.

Trump presentó el acuerdo como el comienzo de una «paz eterna» en Oriente Medio, «por primera vez en 3000 años». Pero, en la etapa actual, solo se trata de una tregua y no hay garantía de que sea menos frágil que las dos anteriores. La primera, a finales de noviembre de 2023, duró una semana y permitió el intercambio de 81 rehenes israelíes por 240 prisioneros palestinos. La segunda, del 19 de enero al 2 de marzo de 2025, permitió la liberación de 30 rehenes israelíes y debía constituir la primera fase de un proceso de negociación. Pero el Gobierno israelí puso fin brutalmente a la tregua, reanudando los bombardeos, relanzando una ofensiva terrestre a gran escala y procediendo durante varias semanas a un bloqueo total del enclave de Gaza con el fin de provocar hambruna en su población.

Lejos de garantizar una paz eterna, nada garantiza que la tregua actual no desemboque, como las dos anteriores, en una reanudación de la guerra.

¿Hacia el establecimiento de un protectorado estadounidense?

Para conseguir este acuerdo, Trump presionó a Netanyahu, obligándole a aceptar en la Casa Blanca, ante las cámaras de televisión del mundo entero, lo que había rechazado el día anterior en la tribuna de la ONU. Para asegurarse de que no se produjera ningún cambio de opinión, Trump envió a su secretario de Estado y a su yerno a participar en la reunión del Gobierno israelí convocada para debatir la firma del texto negociado en Egipto. Prueba, si fuera necesaria, de que Netanyahu necesitaba el respaldo de su protector estadounidense para llevar a cabo la masacre de los habitantes de Gaza durante dos años.

En el fondo, el plan de Trump es una continuación de los que se han negociado durante los últimos dos años. Así, Antony Blinken, exjefe de la diplomacia estadounidense bajo Joe Biden, declaró el 2 de octubre: «Se trata básicamente del plan que elaboramos durante muchos meses y que dejamos más o menos en un cajón para la nueva administración».

El plan actual prevé que el territorio de Gaza sea administrado por un comité palestino apolítico, que aún debe definirse y constituirse, supervisado por un consejo de paz presidido por el propio Trump y en el que podría participar el ex primer ministro británico Tony Blair. Se invitarían a los Estados árabes, en particular a Arabia Saudí, los Emiratos Árabes Unidos y Qatar, a participar en la administración de Gaza y, en particular, en la financiación de su reconstrucción.

El control del enclave palestino estaría a cargo de una fuerza internacional, sin que se sepa quién la integraría y sin que se haya definido ningún calendario. Se ha anunciado el envío de 200 soldados estadounidenses a la región, pero Trump ha asegurado que ninguno de ellos pondrá un pie en Gaza. A la espera del despliegue de esta fuerza, aún en el limbo, el ejército israelí seguiría ocupando más de la mitad del enclave palestino. Este plan equivale, de hecho, a establecer un protectorado dirigido por Estados Unidos, coadministrado por Israel y los Estados árabes, y en el que los palestinos no tendrían voz ni voto.

Un conflicto creado por las grandes potencias coloniales

Todo parece indicar que los dirigentes del mundo imperialista no encuentran otra solución que volver, con ligeras variaciones, a la política colonial que se llevó a cabo tras la Primera Guerra Mundial, cuando el Reino Unido y Francia se repartieron el control de los Estados surgidos tras el desmembramiento del Imperio otomano. Pero para dar una apariencia presentable a su política de saqueo, se hicieron otorgar mandatos sobre estos nuevos Estados por la Sociedad de Naciones, antecesora de la ONU, con la misión de conducirlos a la independencia cuando se dieran las condiciones adecuadas. Hasta entonces, estos mandatos les daban derecho a establecer su administración y desplegar tropas en ellos. Para afianzar su dominio, las potencias mandatarias avivaron los enfrentamientos entre las poblaciones, cuando no los crearon ellos mismos. En Palestina, como continuación de la política emprendida durante la guerra mundial, las autoridades británicas favorecieron el fortalecimiento de las organizaciones sionistas, que reivindicaban la creación de un Estado judío. Bajo el lema «Una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra», el movimiento sionista se presentaba abiertamente como portador de un proyecto colonial cuyo objetivo era expulsar a las poblaciones locales, lo que no podía sino suscitar su oposición. Ese era precisamente el cálculo de la administración británica, que podía erigirse en árbitro de un conflicto que ella misma había contribuido a provocar y justificar así el mantenimiento de su tutela sobre las poblaciones judía y árabe.

Debilitado por la Segunda Guerra Mundial, el Reino Unido se vio obligado a evacuar su administración y sus tropas. Pero su política de «divide y vencerás» dio lugar, en esta región del mundo como en muchas otras partes de su imperio colonial, a un conflicto que sigue teniendo efectos devastadores.

El Estado israelí, guardián del orden imperialista

Tras la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos, nueva potencia dominante en la región, continuó a su vez con la política de fomentar divisiones entre los pueblos. En particular, decidió apoyar al Estado de Israel frente a los Estados árabes, algunos de cuyos dirigentes, que buscaban liberarse de la tutela de las grandes potencias occidentales, se volvieron entonces hacia la Unión Soviética. Esta política también permitía a los dirigentes árabes encontrar apoyo en una población en la que, en aquella época, las ideas antiimperialistas tenían un gran eco. Tras llegar al poder en Egipto en 1952 tras un golpe de Estado, Nasser se convirtió durante varios años en la principal figura de este nacionalismo árabe que pretendía poner fin al dominio heredado de la época colonial. Al atacar Egipto en junio de 1967, durante la Guerra de los Seis Días, Israel se convirtió en el brazo armado del imperialismo. El conflicto árabe-israelí servía, por tanto, a los intereses de Estados Unidos, que no tenía ningún motivo para intentar ponerle fin. Con Israel, contaba con un aliado aún más fiable, ya que este, frente a sus vecinos, tenía una necesidad vital de la protección estadounidense, de su ayuda militar y financiera.

Sin embargo, para que prevalezcan sus intereses, Estados Unidos también necesita contar con el apoyo de otros Estados, capaces de desempeñar igualmente el papel de guardianes de la región. Este fue el caso durante mucho tiempo del Irán del Sha. Las monarquías petroleras, en particular Arabia Saudí, figuran desde su nacimiento entre sus fieles aliados. Tras la muerte de Nasser en 1970, su sucesor, Anwar el-Sadat, devolvió a Egipto a la órbita de Estados Unidos. Hoy en día, este país es el segundo beneficiario de la ayuda estadounidense, después de Israel. Para contar con aliados en el mundo árabe, Estados Unidos debe preservar una imagen de árbitro que busca encontrar una solución al conflicto israelo-palestino, capaz de reprender un poco a los gobiernos israelíes cuando van demasiado lejos, pero sin llegar nunca a obligarlos a modificar fundamentalmente su política hacia los palestinos.

La solución de dos Estados

Desde hace cincuenta años, cada inquilino de la Casa Blanca ha afirmado tener su propio plan de paz para Oriente Medio y se ha declarado en algún momento a favor de una «solución de dos Estados», prometiendo así la creación de un Estado palestino, previsto por cierto en el plan de la ONU de 1947. Los acuerdos de Oslo de 1993, firmados en Washington entre el primer ministro israelí Rabin y el líder de la OLP Arafat, en presencia del presidente estadounidense Clinton, fueron los que más avanzaron en este sentido. Se creó una administración palestina, la Autoridad Palestina, con derecho a gestionar el territorio de Gaza y parte de Cisjordania. Pero en ningún momento los dirigentes israelíes se plantearon realmente llegar a reconocer un Estado palestino de pleno derecho. En su opinión, la Autoridad Palestina debía limitarse a desempeñar el papel de auxiliar de la policía, capaz de hacer aceptar a su población la perpetuación de la ocupación israelí.

En ningún momento Estados Unidos ha considerado obligar al Estado israelí a reconocer un Estado palestino, en ningún momento ha hecho nada para impedir el desarrollo de la colonización en Cisjordania, que constituye una anexión progresiva de ese territorio.

A su manera, más caprichosa que la de sus predecesores, Trump finalmente adoptó la misma actitud. Tras hacer suyo el programa de la extrema derecha israelí al proponer la creación de una Riviera en Gaza y la deportación de sus habitantes, hoy se declara contrario a la anexión de los territorios palestinos e incluso ha mencionado a su vez la creación de un Estado palestino, aunque de forma muy tímida y como una perspectiva muy lejana.

¿Qué futuro para Gaza?

A corto plazo, si la guerra no se reanuda, está previsto que se establezca una nueva administración palestina, excluyendo oficialmente a Hamás. La integración de representantes de la Autoridad Palestina le aportaría respaldo político. La presencia de su presidente, Mahmud Abás, en la firma del acuerdo en Egipto, demuestra que está dispuesto a prestar su apoyo a esta operación. Los Estados árabes, llamados a supervisar y financiar esta administración, volverían así a ocupar un lugar destacado frente a un Estado israelí incitado por su protector estadounidense a moderar sus ambiciones regionales.

Trump podría así intentar relanzar el «proceso de normalización» iniciado por los acuerdos de Abraham, firmados durante su primer mandato, en septiembre de 2020, entre Israel, Baréin y los Emiratos Árabes Unidos. Mediante este proceso, estos Estados se comprometían abiertamente a cooperar, especialmente en el ámbito económico, con Israel, relegando así oficialmente la cuestión palestina a un segundo plano. En los meses siguientes, Sudán y Marruecos «normalizaron» a su vez sus relaciones con Israel, y Arabia Saudí se disponía a hacerlo cuando se produjo el 7 de octubre. Este acercamiento se vio interrumpido por la guerra en Gaza.

Por lo tanto, los dirigentes de los Estados árabes pueden encontrar un interés en la aplicación del plan de Trump. Al integrarse en la nueva administración de Gaza, una minoría de palestinos puede obtener el derecho a acceder a privilegios, ciertamente reducidos, acordes con lo que pueden esperar las clases dirigentes de los países pobres.

El propio Hamás puede encontrar un lugar en esta futura administración. Desde la entrada en vigor del alto el fuego, el 13 de octubre, los milicianos de Hamás han salido de sus refugios subterráneos —se estima que ha podido desplegar 7000 hombres armados— y han emprendido la recuperación del control de Gaza, ejecutando a palestinos señalados como miembros de bandas que han colaborado con Israel. Pero Hamás también quiso demostrar a todos los habitantes y a los posibles opositores que seguía siendo el amo de Gaza. Trump apoyó esta brutal toma de control: «Quieren resolver los problemas, respondió a un periodista, lo han dicho abiertamente y tienen nuestro acuerdo por un tiempo». Posteriormente, el presidente estadounidense moderó sus declaraciones y afirmó que Hamás debía dejar de matar gente. Israel y Estados Unidos subcontrataron la supervisión de la población de Gaza a Hamás entre 2007 y 2023. Por lo tanto, podrían seguir haciéndolo, siempre y cuando no se haga demasiado evidente. Por su parte, la organización islamista está igualmente dispuesta a ello.

Hamas no ha sido erradicado, contrariamente a lo que proclama Netanyahu, y tal vez pueda conservar su papel de guardián de los palestinos de Gaza, que le reconocieron los dirigentes israelíes entre 2007 y 2023. Pero la población palestina ha pagado esta política con dos años de una guerra devastadora cuyas consecuencias seguirán sintiéndose en los próximos años, incluso si la guerra no se reanuda.

Desde octubre de 2023, el territorio de Gaza ha quedado totalmente devastado. Más de 67 000 palestinos han perdido la vida y cientos de miles han resultado heridos. Más del 90 % de las viviendas han sufrido daños o han quedado totalmente destruidas. Los hospitales, escuelas, universidades y todas las infraestructuras más indispensables —centrales térmicas, plantas de tratamiento de agua— han sido destruidas, sistemáticamente atacadas por los bombardeos. Aunque la Franja de Gaza dependía en gran medida de las importaciones antes del inicio de la guerra, gran parte de su subsistencia provenía de la agricultura y la producción de alimentos dentro del territorio. En el norte y el centro de Gaza, donde se practicaba la mayor parte de la agricultura, vastas extensiones de tierra han quedado devastadas.

La población israelí bajo la amenaza de la extrema derecha

La población israelí también ha pagado un alto precio por estos dos años de guerra, la más larga que ha vivido el país. Toda la vida social se ha visto trastornada por la movilización de los reservistas, que en algunos casos han sido llamados a filas varias veces al año. Varios cientos de israelíes perdieron la vida: en enero, el ejército estimó que había habido 900 muertos y 6000 heridos. Muchos de los que fueron enviados a Gaza regresaron traumatizados por lo que habían visto y, en ocasiones, también por lo que habían hecho, ya que la barbarie de una guerra marca de una forma u otra a todos los que participan en ella.

La gran mayoría de quienes se manifestaron en los últimos meses para pedir el fin de la guerra señalaban a Netanyahu como responsable de la política belicista llevada a cabo durante los últimos dos años. Si bien es cierto que Netanyahu es en gran medida responsable, él mismo estaba sometido a la presión de la extrema derecha, que le imponía sus exigencias. En las elecciones de noviembre de 2022, los partidos ultranacionalistas obtuvieron el 10 % de los votos. Netanyahu necesita a sus diputados para disponer de una mayoría en la Knesset y mantenerse en el poder. Varios de ellos ocupan cargos en su Gobierno, en particular en los Ministerios de Finanzas y Seguridad Pública, lo que les permite reforzar su audiencia y su influencia en la policía, así como acelerar considerablemente la colonización.

Esta extrema derecha se ha visto alentada por la política de los gobiernos israelíes desde 1948, que ha creado un estado de guerra permanente contra los Estados árabes y los palestinos. Una política de este tipo no podía sino reforzar el racismo y las corrientes ultranacionalistas entre la población israelí. Pero fue sobre todo la política de colonización llevada a cabo en los territorios ocupados tras la guerra de 1967, en la parte oriental de Jerusalén, Cisjordania y Gaza, la que desempeñó un papel decisivo en esta evolución. Todos los gobiernos israelíes la han tolerado, incluido el de Rabin, cuando no la han fomentado abiertamente. Estas colonias, donde viven hoy más de 600 000 personas, han proporcionado una base militante y numerosa a los movimientos partidarios de la anexión de los territorios ocupados y la expulsión de los palestinos. Los colonos atacan a los palestinos para robarles sus tierras en Cisjordania, pero también se manifiestan en el propio Israel, donde llevan a cabo expediciones contra los árabes que viven allí, con el fin de hacer imposible la convivencia. La extrema derecha ha adquirido un peso cada vez mayor en el ejército israelí. Según un periodista de Haaretz, cerca del 30 % de los reclutas en las unidades de combate pertenecen al sionismo religioso, y el 13 % de los comandantes de compañía son colonos religiosos.

Esta extrema derecha amenaza cada vez más con atacar a todos aquellos que se oponen a ella, a los que califica de enemigos internos, e imponer un régimen cada vez más autoritario y abiertamente segregacionista hacia los palestinos, incluidos los árabes israelíes, que representan el 20 % de la población israelí. Esta evolución es el resultado de la política de opresión ejercida contra los palestinos —pues es cierto que un pueblo que oprime a otro no puede ser libre— y solo puede conducir a nuevas guerras cada vez más largas y sangrientas.

Por una federación socialista de los pueblos de Oriente Medio

El plan de Trump no traerá ninguna paz duradera, ya que solo representa un nuevo episodio en la larga serie de intervenciones de las grandes potencias que han creado y alimentado el conflicto árabe-israelí. No se podrá encontrar ninguna solución en el marco del sistema imperialista que, en todo el mundo, enfrenta a los pueblos entre sí para poder dominarlos a todos. La única salida para las poblaciones de la región, tanto israelíes como árabes, solo puede venir de una lucha común para derrocar los diferentes regímenes que las oprimen. La clase obrera es la única que no tiene ningún interés en mantener las fronteras actuales, ya que no tiene ningún privilegio, ni social ni nacional, que defender.

Al luchar por acabar con la explotación y todas las formas de opresión, es la única que puede ofrecer un futuro diferente. Es la única que puede construir una organización económica cuyo objetivo sea satisfacer las necesidades de la mayoría y poner fin a la pobreza y al subdesarrollo en los que el capitalismo mantiene a la gran mayoría de la población mundial. Los pueblos de la región solo podrán coexistir pacíficamente en el marco de una federación que reconozca a todos derechos iguales, sin opresión, sin explotación, es decir, una federación socialista de los pueblos de Oriente Medio.

Para que tal perspectiva pueda convertirse en un objetivo de lucha para millones de explotados, será necesario que existan partidos y una Internacional que se reivindiquen del comunismo revolucionario. Contribuir a su construcción es hoy la tarea prioritaria.

20 de octubre de 2025