La situación en Francia

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Textos de congreso de Lutte Ouvrière - Diciembre de 2020
Diciembre de 2020

Este texto es una traducción de uno de los textos votados en el último congreso de Lutte Ouvrière, en diciembre de 2020, publicado en la revista Lutte de classe de diciembre de 2020-enero de 2021.

El año 2020 ha estado marcado por la pandemia de Covid-19, que aceleró la crisis económica, social y política que viene viviendo el país desde hace años.

La epidemia ya mató a unas 40.000 personas, y la segunda ola podría duplicar este dato. El gobierno, incapaz de controlarla, tuvo que confinar a la población, una medida digna de la Edad Media. Durante casi dos meses, entre el 17 de marzo y el 11 de mayo, la vida social quedó entre paréntesis, se prohibieron los desplazamientos, se controlaron estrictamente las salidas fuera del domicilio, se cerraron las fronteras, y la actividad económica y los intercambios se redujeron a lo estrictamente necesario. La epidemia sigue trastornando la vida del país, ya que, frente al aumento de contagios, el gobierno decretó a finales de octubre otro nuevo confinamiento estatal.

Impotencia y descrédito del Estado

Por muy inauditas y excepcionales que sean, las medidas del gobierno para sostener artificialmente la economía y limitar la catástrofe social no han frenado los ataques a la clase obrera. Para el mundo laboral, el balance ya es tremendo: se destruyen cientos de miles de empleos, con el cese de los contratos de precarios, interinos, temporales y autónomos; se dispara el número de reestructuraciones y ERE; se cierran fábricas; se implementan planes de competitividad; se disparan la pobreza y el número de familias que dependen del reparto de alimentos. Víctimas directas del confinamiento, decenas de miles de pequeños comerciantes se hundieron en las deudas y están a punto de quebrar.

La crisis económica es general y cada uno puede sentirla. Se han esfumado brutalmente las perspectivas para los jóvenes que llegan al mercado laboral. Para todos son inciertas. Obreros o ingenieros, empleados de subcontratas o de ordenantes, trabajadores de la industria, de la hostelería, del espectáculo o del turismo… todas las categorías asalariadas están afectadas, y en general todas las clases trabajadoras, puesto que muchos autónomos también sufren la crisis.

A la crisis sanitaria fuera de control, a la incertidumbre y el miedo frente a las consecuencias económicas, se han sumado nuevos atentados terroristas. Mientras las amenazas sobre nuestras condiciones de existencia y vida se acumulan, el poder político demuestra su impotencia.

Macron se alzó al poder aprovechando el vacío político fruto del desgaste de la vieja alternancia entre izquierda y derecha. En 2017, su discurso de renovación de la política y su capacidad de cambiar la sociedad sólo convenció a la cuarta parte de los votantes en la primera vuelta de las elecciones presidenciales. Ahora, Macron ya no es más que el “presidente de la crisis permanente” en un “mandato horribilis” (según el diario económico Les Échos del 30 de octubre).

Epidemia, crisis económica, terrorismo: Macron y su gobierno corren detrás de los problemas sin resolver ni uno, incluso empeorándolos. Agenda perturbada, reformas aplazadas indefinidamente como la de las pensiones, presupuestos rectificativos… los ministros van de un incendio a otro. Aún no está en marcha el plan de recuperación del Estado, de 100.000 millones de euros, pero ya se está convirtiendo en un plan de emergencia que servirá para colmar el lucro cesante de los accionistas, consecuencia del segundo confinamiento.

Los años de crisis, reestructuraciones y cierres de fábricas vienen demostrando la impotencia de los Estados y su personal político burgués, que en realidad expresa la incapacidad de la clase dominante a la hora de gestionar la sociedad. Desindustrialización, dictados de las multinacionales, subida del paro, de la precariedad y de la pobreza: los políticos no pueden con los males del sistema que ellos defienden. Se trata de una impotencia social, fruto de un Estado al servicio exclusivo de una clase y de un sistema cada día más parasitarios.

Con la crisis sanitaria, el Estado demostró su impotencia hasta en las actividades que directamente dependen de él. Mandaron al frente sin recursos a los sanitarios en hospitales y residencias de mayores; mintieron sobre las mascarillas para ocultar la incuria; gestionaron la penuria; se negaron a requisar los medios de producción capitalistas; no pidieron contribución financiera a la burguesía; adelantaron el final del confinamiento bajo la presión de la patronal… El gobierno y la administración han gestionado la crisis sanitaria desde el punto de vista burgués, que es el único que conocen.

Las numerosas crisis refuerzan la desconfianza de las clases populares para con el Estado y los políticos burgueses. El diario Les Échos dijo el 26 de octubre: “En adelante es una detestación bien arraigada. Podría parecer excesivo el término, pero la crisis de los “chalecos amarillos”, los insultos que corren por las redes sociales, los sondeos y la subida de la abstención demuestran que no lo es. […] Los políticos son considerados indiferentes, desconectados, o directamente corruptos: sólo el 23% de los franceses los creen honestos, sólo el 13% piensa que ellos se preocupan por la gente. El engranaje no tiene fin.”

En el texto del año pasado escribimos lo siguiente: “Ese descrédito se extiende al aparato de Estado, y constituye una amenaza para la burguesía. El dominio burgués y la sociedad de clases no sólo se mantienen por la brutalidad y la violencia del Estado, sino que se basan en una autoridad que la gente admite y respeta, porque el Estado facilita la vida social organizando la educación, la sanidad, la justicia y la seguridad. Se debilita cada vez más esa confianza en lo que los defensores del orden burgués presentan como pilares de la república.” Este descrédito se está produciendo ahora a un ritmo más rápido.

Dos fuerzas reaccionarias paralelas

El paro, la miseria y la desconfianza hacia las autoridades favorecen a fuerzas políticas que utilizan el individualismo y los sentimientos identitarios, religiosos y nacionalistas. El crecimiento de la extrema derecha, por un lado, y por otro lado las ideas comunitaristas y religiosas, son dos evoluciones reaccionarias paralelas, que se alimentan entre ellas.

Se suele por comodidad confundir la extrema derecha fascista con el Rassemblement national (partido de Le Pen), pero en realidad no es lo mismo. El movimiento identitario es abiertamente hostil a los inmigrantes y a los musulmanes en particular. “Islam fuera de Europa”, “Estamos en nuestra tierra” son sus lemas. Con golpes colectivos, llamamientos al crimen más o menos velados en las redes sociales, y actuaciones aisladas (como hace poco en Aviñón contra un comerciante magrebí o varios ataques contra mezquitas): los militantes identitarios defienden la acción autoritaria, incluso la violenta. Si bien no tienen todavía los recursos para su política, se inspiran en ideas y métodos fascistas, y esperan que la crisis les ofrezca una oportunidad para desarrollarse.

El partido RN es una expresión pálida de dicho movimiento, una versión aséptica, porque, hasta la fecha, Le Pen quiere llegar al poder mediante las urnas, en el marco del sistema parlamentario. Sus éxitos electorales confirmados en las últimas europeas le dejan pensar que sólo hay que esperar. Con su nueva generación de dirigentes semejantes a los demás políticos, el trabajo de normalización del RN está terminado. Le Pen está dispuesta a revisar la parte de su programa relativa al euro y a la Unión Europea, que no le gusta a la clase capitalista, con el objetivo de ser aceptada en la cumbre del Estado. En cuanto a su política soberanista o proteccionista, que hace unos años era rechazada masivamente, ahora la crisis y la competencia extrema la están convirtiendo en una opción aceptable, si no útil, a los ojos de ciertas fracciones de la patronal.

Le Pen quiere ser más bien una derecha extrema que una extrema derecha. Pero, más allá de los planes de unos y otros está la evolución de las fuerzas sociales. Las que el partido RN refuerza y lleva tras de él pueden escapar de su control. La evolución política puede llevar al escenario a personas y grupos violentos, antiinmigrantes y de tendencia fascista que desborden a Le Pen, la hagan parecer anticuada y la suplanten a los ojos de los más rabiosos.

A diferentes ritmos, la crisis y la evolución de la sociedad llevarán a las clases sociales hacia soluciones cada vez más radicales y autoritarias. La lucha de clases agudizada y las repetidas crisis plantean decisiones autoritarias. Las decisiones autoritarias contra la clase obrera corresponden al interés de la burguesía, que ya no puede proteger sus ganancias salvo atacando las condiciones de vida de las clases populares con cada vez más violencia. El interés de los trabajadores requiere, por su parte, decisiones autoritarias dirigidas contra la burguesía, contra sus beneficios y su fortuna.

La evolución del poder hacia el autoritarismo brota del fondo de una sociedad en crisis, y Macron la representa con su modo de gobierno, con consejos de defensa y medidas discrecionales. Buena parte de la clase política asume lo antedicho, justificando el estado de alarma o cuestionando el “Estado de derecho” para luchar un día contra la Covid, otro día contra el terrorismo. “La amenaza autoritaria y fascista está grabada en nuestro periodo”, es lo que escribimos hace un año, en base a la evolución de la crisis económica y social. Una serie de índices confirman esta evolución.

En el periodo que vivimos, la decisión de Marine Le Pen de abandonar los discursos de su padre, su búsqueda de respetabilidad casi llegan a contratiempo. En 1982, a Jean-Marie Le Pen (el padre) le armaron una bronca política cuando dijo: “Francia, la quieres o la dejas”. Tras el cover de Villiers y el de Sarkozy, esta frase se escucha hoy día en boca del ministro de Interior, Darmanin, o en boca de ex ministros socialistas. Los partidos en competencia por el poder se enfrentaron durante años jactándose de su capacidad de bloquear a Le Pen. En adelante, la bestia que hay que combatir para ellos es el “islamo-izquierdismo”.

La otra fuerza política que crece amenazando al mundo laboral es el movimiento del islam político, con sus componentes integristas y terroristas. El asesinato del profesor de historia Samuel Paty en Conflans, así como el de tres católicos en la basílica de Niza, lo han vuelto a colocar en el primer plano. Lo importante no está en buscar y distinguir los objetivos actuales de las diferentes corrientes de dicho movimiento, sino razonar, reflexionar basándose en las fuerzas sociales existentes y su posible evolución.

El repliegue y ensimismamiento con su supuesta comunidad, el rechazo al otro, la búsqueda de un refugio religioso crecen en el terreno de la crisis. Los militantes integristas especulan con esas tendencias para ganar más poder sobre lo que consideran su comunidad, una comunidad que ellos mismos están contribuyendo a fabricar mediante la religión y las prácticas rigoristas. Buscan deliberadamente ampliar la brecha entre ella y el resto de la población.

Pruebas de su dinamismo encontramos en la influencia de tal o cual mezquita, tal o cual imán en las redes, así como en la presencia física de los militantes integristas y sus asociaciones en los barrios populares. El activismo de esas tendencias se extiende a las escuelas y programas escolares, se ha visto con el acoso a Samuel Paty. Se opusieron a la ley que prohíbe el velo en las escuelas. La denunciaron sin cesar, equiparándola (al igual que la laicidad o la libertad de expresión) a un racismo de Estado contra los musulmanes. Son ideas que se han apoderado de una parte de los jóvenes de los barrios populares, ya sean o no religiosos.

Parte de la juventud echa mano de las ideas religiosas para cuestionar la injusticia y proteger su dignidad e identidad, que ve amenazadas. En otros tiempos, esa juventud buscaba como modelos las figuras nacionalistas en lucha contra el imperialismo. Es característico de nuestra época que el fundamentalismo haya sustituido el tercermundismo, que abanderaba un nacionalismo progresista e influenciaba parte de la juventud.

La corriente político-religiosa integrista pertenece a un fenómeno internacional muy amplio, con partidos que la utilizan para llegar al poder, o ejercerlo, incluso dirigiendo países. Si bien se desmanteló al FIS en Argelia, a Dáesh en Irak y en Siria, la corriente integrista ejerce el poder en Irán, Afganistán, Pakistán, Arabia Saudí y en las monarquías petroleras del Golfo. No sólo niega la libertad de las mujeres, sino también los derechos de los trabajadores, su libertad de protestar, organizarse, reivindicar y ponerse en huelga. Defensora del orden social, antiobrera por esencia, en todos los países donde está o ha estado en el poder, es otra variante de la extrema derecha.

La influencia del integrismo aquí mismo tiene consecuencias tan nocivas para la clase obrera como el veneno de extrema derecha tradicional. Ambas fuerzas políticas dividen a los trabajadores, disuelven la conciencia de pertenecer a una sola clase social. En el contexto de crisis exacerbada, son dos peligros graves para la sociedad, y en particular para los trabajadores.

Por un lado, activismo de los militantes integristas y terrorismo de los fanáticos; por otro lado, influencia creciente de las ideas reaccionarias, antiinmigrantes y racistas: el proceso está en marcha desde hace años. En cada atentado terrorista, en cada agresión o declaración racista, el engranaje se lleva más mujeres y hombres. La situación tiene su lógica propia, que ya nadie controla.

El proletariado y la pequeña burguesía

Romper el engranaje depende de la intervención de la clase obrera y su capacidad para imponerse en la vida política. El año pasado por las mismas fechas, estábamos preparando la huelga del 5 de diciembre contra la reforma de pensiones. Sentíamos un repunte de la combatividad en el sector de transportes. Este año, nada parecido. La pandemia y la amenaza de perder su trabajo se combinan para pesar sobre la moral y la combatividad de los trabajadores. La desmoralización y desorientación suelen afectar más a los militantes que a los trabajadores de la base. Por el momento, el mundo laboral no cree en su fuerza ni se imagina posible entrar en lucha contra la burguesía. Para una gran parte de las clases populares, la referencia en términos de lucha y protesta no es el último movimiento de huelga y manifestación contra los ataques a las pensiones, sino el de los “chalecos amarillos”..

Uno de los peligros que se derivan de la crisis es que, mientras que el proletariado se quede quieto, se muevan otras clases sociales, como la pequeña burguesía que vive del comercio. Ella resistió más que la clase obrera a los sacrificios que ha impuesto el Estado a raíz de la emergencia sanitaria. Nos dio un anticipo la movilización de los patrones de bares y restaurantes contra los cierres administrativos en septiembre, así como los pequeños comerciantes que obligaron al gobierno a cerrar los estantes de productos no esenciales en los grandes almacenes.

Bien se puede comprender su resistencia por salvar su comercio. Se entiende su rabia contra un Estado que no tiene piedad alguna para los pequeños, y se mueve ante todo por los intereses de la gran burguesía. Al favorecer a los grandes grupos y a la banca, el gobierno refleja las relaciones de fuerzas dentro de la economía capitalista. La deformación de la competencia, o la competencia desleal, están grabadas en la ley de la jungla del mercado. Nunca ha existido ni existirá una competencia que respete los intereses de los pequeños. Los comerciantes topan con el funcionamiento propio de la economía, a la cual están encadenados por su propiedad. Están como desmembrados entre su apego a la propiedad privada y su espanto ante la amenaza del gran capital. No tienen perspectiva.

¿Se movilizará de verdad la pequeña burguesía? ¿Con qué objetivos? La desesperación, acritud y asqueo político que algunos miembros de la pequeña burguesía expresan pueden desembocar en lo peor, convirtiéndolos en una masa utilizada para mantener el orden social que los aplasta. Lo mejor sólo puede llegar si la clase obrera movilizada se dirige a la pequeña burguesía y la arrastra detrás de sus objetivos de lucha contra la gran patronal.

La base de la pequeña burguesía tiene un pie en la clase obrera, sus cumbres se mezclan con la burguesía. Asimismo, se desmiembra políticamente. En los periodos de lucha de clase intensa, cuando se plantea la cuestión del poder, la pequeña burguesía y sus portavoces políticos vacilan. La dinámica objetiva de una sociedad dividida en dos clases, que ambas llevan su organización social, sólo deja dos opciones: o bien la supervivencia del capitalismo bajo sus formas más bárbaras, o el futuro comunista que representa la clase obrera.

La pequeña burguesía, en sí, no lleva ninguna organización social propia. La gran masa de los pequeños comerciantes, artesanos y autónomos sólo combatirá los capitalistas si la arrastra la fuerza de los trabajadores en lucha. Al contrario, a falta de semejantes luchas, sólo puede convertirse en fuerza supletoria del gran capital, reforzando políticamente a los más reaccionarios, que obran por un futuro más autoritario, antiobrero, antiinmigrantes.

Frente a la crisis histórica del capitalismo

Si la clase obrera no logra movilizarse por sus intereses de clase, la burguesía y sus lacayos políticos la condenarán al empobrecimiento y al retroceso general. Condenarán a toda la sociedad a la podredumbre social y política. La propia burguesía no ve solución a la crisis histórica de su sistema. La lógica propia de éste la lleva a demoler las condiciones de vida de la clase obrera para subsistir. O bien la humanidad encuentra cómo deshacerse de su vieja piel capitalista, tomando el poder el proletariado, o bien se ahoga en ella.

El problema no se resuelve con el repunte de la combatividad obrera. Es preciso que los trabajadores tomen conciencia de que tendrán que arrancarle el poder a la burguesía y organizarlo, para evitar que la sociedad se hunda en la barbarie. En las fases más extremas de la lucha de clases, dicha conciencia se recuperará si la lleva un partido comunista revolucionario, capaz de defender como objetivo que la clase obrera tome el poder.

5 de noviembre de 2020