Situación internacional - 2

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Textos de congreso de Lutte Ouvrière - Diciembre de 2021
Diciembre de 2021

Estados Unidos

Después del desplome de la economía en 2020, los políticos y especialmente el gobierno demócrata se glorifican de la recuperación de los últimos meses.  La tasa oficial de desempleo ha vuelto a los 4,8%, es decir no menos de 7,7 millones de desempleados. Sobre todo, el dato (que era del 3,5 % en febrero de 2020) es parcial, porque buena parte de los trabajadores ha salido del mercado laboral. Más de fiar es el dato de la “participación al empleo”, es decir la relación entre el número de activos y el de personas con la edad de trabajar. Era del 67% a principios de los años 2000, del 63,3% antes de la crisis sanitaria y hoy ha bajado al 61,6% – un nivel históricamente bajo. Alrededor de 40 millones de personas han dejado el mercado laboral, que ya ni se inscriben como desempleados porque que no podrían cobrar prestaciones, y por eso desaparecen de las estadísticas. El nivel real del desempleo rondaría más bien los 25%. Las ayudas a los parados implementadas en lo más duro de la pandemia son eliminadas una tras otra, para obligar a los trabajadores sin empleo a aceptar las peores condiciones. Sin embargo, el país cuenta con cinco millones de empleos menos que antes de la Covid, especialmente mujeres que cuidan de parientes mayores en su domicilio.

En cambio, la bolsa ha vuelto a sus buenas cifras de antes de la pandemia. En febrero de 2020 el índice Dow Jones alcanzaba los 29.000 puntos, y ahora supera los 35.000. Con la pandemia se ha disparado la riqueza de los capitalistas. La fortuna total de los multimillonarios ha subido un 70%. 745 multimillonarios poseen ahora más de 3 billones (millones de millones) de dólares, o sea dos tercios más que la riqueza acumulada de los 165 millones de  personas que forman la mitad más pobre de la población estadounidense. La fortuna de Jeff Bezos (Amazon) se ha incrementado un 70% en dos años, cuando la de Mark Zuckerberg (Facebook) ha subido un 115% y la de Elon Musk (Tesla, SpaceX), un 750%. En un solo día, le pasado 25 de octubre, la fortuna de Musk ganó 25.000 millones de dólares. Durante dos años de pandemia, 90 millones de estadounidenses han perdido su trabajo, 45 millones han sido contaminados por la Covid y 738.000 han muerto de ella. La esperanza de vida ha perdido año y medio, lo cual se debe ante todo al Covid, es cierto, pero afectando ante todo a los obreros, a las trabajadoras de la sanidad y por lo general a los más pobres. Como pasa muchas veces, los Estados Unidos representan la forma química pura del capitalismo, con la opulencia más indecente en un polo, y la explotación más feroz en el otro.

Tras semanas de pelea, la elección presidencial del 3 de noviembre de 2020 finalmente dio la victoria a Biden. La abstención fue más baja que de costumbre. Quizás porque el candidato demócrata, que ni siquiera tenía una imagen de reformador y parecía más bien un viejo barón de la política, tan inconsistente como leal ante la burguesía, consiguió utilizar el odio que Trump le provocaba a buena parte de los votantes. Pero los resultados también demuestran que Trump ha conservado la base que en 2016 le permitió apartar a los caciques del partido republicano antes de imponerse frente a Hillary Clinton. En 2020 logró 74 millones de votos, o sea 11 millones más que cuatro años antes. Es verdad que no conocemos bien el estado de la opinión popular estadounidense, pero no es menos cierto que a parte de las clases populares les sigue gustando Trump o al menos las ideas proteccionistas y xenófobas que defiende. No ha dicho su última palabra.

El asalto al Capitolio, sede del Congreso, el 6 de enero de 2021 en Washington, por parte de unos miles de militantes excitados contra los resultados de las elecciones, no fue una tentativa de golpe de Estado. Sin embargo nos ha recordado que existe en los Estados Unidos una extrema derecha que no queda confinada al margen sino que puede apoyarse en el presidente – que entonces estaba en ejercicio. Una extrema derecha que usa violencia; algunos de sus militantes incluso tenían pensado secuestrar a la gobernadora de Michigan. La corriente se sirvió de la oposición contra los confinamientos y cierres de comercios, contra mascarillas y vacunas. Por ahora, la gran burguesía y los altos círculos del Estado rechazan utilizar ese movimiento racista, conspiracionista o fascista. Pero esas fuerzas siguen preparándose, en la reserva, y empujando toda la política estadounidense hacia la derecha. Dicho de otra manera, la victoria de Biden en absoluto ha sido la señal de una corrección de la opinión estadounidense hacia la izquierda.

Después de nubosas promesas, Biden representa la continuidad de Trump. Sus planes para la recuperación son vaciados progresivamente de todo lo relacionado con los trabajadores (ayudas a las familias, seguro de salud, educación superior gratuita). El impuesto sobre las empresas no volverá a su nivel de antes de Trump. La promesa de un salario mínimo federal de 15 dólares por hora no se cumplirá, y la inflación – oficialmente superior al 5% – va comiéndose día tras día el poder adquisitivo de las clases populares. Las violencias policiales, especialmente los homicidios contra negros, siguen con la misma impunidad. Las amenazas contra el derecho de las mujeres al aborto se hacen más graves, tal y como se nota con las medidas que ha adoptado Texas sobre el tema. Se trata tan mal a los migrantes como en tiempos de Trump, lo ha demostrado la reciente expulsión de miles de haitianos rechazados fuera. La izquierda del partido demócrata (Bernie Sanders, Alexandria Ocasio-Cortez), tras haber hecho la campaña de Biden con el pretexto de llevarlo hacia la izquierda, no influye. Son vendedores de ilusión en los cuales los trabajadores no pueden apoyarse.

En las últimas semanas, los medios han comentado huelgas en el país, y es algo que no es usual allí. Así pues la huelga en el fabricante de material agrícola John Deere, 10.000 trabajadores están en huelga por los sueldos, repartidos en 14 fábricas y almacenes; se trata de la mayor huelga en una empresa privada desde la de General Motors en 2019. En Kellogg’s, 1.400 trabajadores están en huelga en cuatro fábricas que producen cereales para el desayuno. 2.000 sanitarios del hospital están en huelga en Buffalo, contra la falta de personal y las malas condiciones de trabajo. No hay que exagerar la amplitud de las huelgas, menos numerosas que en 2018 o en 2019: surgen en un momento de renovación de los contratos colectivos, y hasta la fecha sólo alcanzan una pequeña parte de la clase trabajadora. Sin embargo, es de notar que trabajadores se niegan a enriquecer indebidamente a los accionistas mientras su propio nivel de vida va desplomándose bajo los golpes de la patronal. En aquél país que se nos presenta como sin lucha de clases, la única perspectiva de los trabajadores estadounidenses es volver a ella.

China

Tanto la crisis sanitaria como la económica han golpeado duramente la economía china. No se sabe mucho en cuanto a los efectos sociales de la crisis ni sobre cómo ha afectado a las diversas clases sociales, y menos aún se sabe de sus respectivas reacciones.

A pesar de lo insuficiente de la información procedente de China, se vislumbra una parte de la realidad con el peligro (aún no descartado) de la quiebra de la grande inmobiliaria Evergrande. Muchas obras han quedado abandonadas, víctimas de la especulación inmobiliaria, y a veces son ciudades enteras que sin haber existido de verdad se convierten en fantasmas. Dejan imaginar el número de despidos en la edificación, la profundidad del desempleo y la degradación de las condiciones de la clase trabajadora. El tamaño de las pérdidas deja que se adivine el enriquecimiento procedente de la especulación inmobiliaria.

En cambio, no hay deducción que permita medir lo experimentado por los trabajadores de ese país cuando comparan la caída de sus condiciones de vida con los miles de millones que se mueven en los círculos de la burguesía y los medios relacionados con la cumbre del poder.

Es verdad que la dictadura puede ahogar las reacciones obreras, o sea, impedir que se den a conocer; pero no puede impedir un estallido social.

La prensa burguesa de occidente suele glosar en torno a la evolución autoritaria del régimen chino. Fundamenta sus afirmaciones en hechos que se ven desde fuera, por ejemplo la represión contra las poblaciones uigur o tibetana, así como el poder aumentado de Xi Jinping, que casi se ha convertido en el presidente de por vida.

Pero en el ámbito social, los ejemplos más destacados por lo general tratan de la reacción del poder estatal contra grandes empresas, más o menos relacionadas con el Estado, y quienes las dirigen, ya se trate de altos funcionarios del Estado o del partido llamado “comunista”, o de los que se han convertido en auténticos burgueses. Se comenta las riñas entre el poder y Alibaba, el equivalente chino de Amazon con su presidente Jack Ma, o con Guo Guangchang, el “Warren Buffet” chino, dirigente de Fosun.

Otros “nuevos ricos” han caído, algunos llevan más o menos tiempo desaparecidos, otros reducidos al silencio. Un tal Dun Dawu, jefe de un cártel especializado en agricultura, ha sido condenado a 18 años de cárcel. Otro, Lai Xiamin, dirigente del trust financiero China Huarong, ha sido condenado a muerte.

No comentaremos los métodos del poder contra sus propios funcionarios, tan autoritarios y corruptos unos como otros. En su pulso con los nuevos ricos, el poder político utiliza tanto más las acusaciones de prevaricación, desvío, incluso escándalos sexuales cuanto que son creíbles.

La burguesía occidental y sus portavoces saben reconocer a los suyos, y hablan de autoritarismo sobre todo cuando el poder ataca a los más ricos.

En lo que a las clases populares se refiere, el régimen siempre fue más que autoritario, una dictadura, no obstante sus metamorfosis, desde Mao hasta Xi Jinping pasando por Deng Xiaoping.

Frente a la crisis, los dirigentes chinos reaccionan en el fondo como los dirigentes de las potencias imperialistas: reforzando el estatismo. Con un matiz: el estatismo tiene límites mucho más estrechos en las antiguas potencias industriales en comparación con China.

En los países imperialistas, el intervencionismo del Estado choca con la presencia de una burguesía instalada desde hace largo tiempo, sólida, acostumbrada a que el Estado esté a su servicio y con fuerza para imponérselo. No es el caso en China. Las generaciones de Deng Xiaoping y Xi Jinping se benefician de la herencia de Mao, o mejor dicho de la revuelta campesina que lo llevó al poder y le permitió crear un potente aparato de Estado, capaz de sortear las presiones diarias de la burguesía nacional y al mismo tiempo tan fuerte como para resistir durante décadas a los intentos del imperialismo para someterlo.

A lo largo de los años, el régimen chino, sin dejar de llamarse comunista, dejó la puerta abierta a un capitalismo salvaje. La nueva burguesía, procedente o bien de la antigua de antes de Mao o bien de la alta burocracia del Estado y los altos círculos del partido “comunista”, lo aprovechó para hacer negocios y prosperar.

Pero el Estado chino siempre ha conservado un poder suficiente como para controlar a “sus” burgueses, o por lo menos para impedirles la destrucción del Estado. El endurecimiento del régimen forma parte del pulso en el seno de la clase dirigente china.

A modo de ejemplo en negativo, los dirigentes chinos pueden mirar la evolución de la ex Unión Soviética, en el periodo de Yeltsin. Después de la perestroika en tiempos de la URSS, la política de Yeltsin consistió en animar a los burócratas a que se hicieran ricos, y a los ricos a que se convirtiesen en burgueses – y llevó a la división de la Unión Soviética junto con el debilitamiento del Estado. Sólo con Putin y su ambición de restablecer la “vertical del Estado” se interrumpió esa evolución.

El poder chino sigue animando al enriquecimiento pero no quiere que éste lleve al debilitamiento del Estado central. El recuerdo de China descuartizada entre señores de la guerra (y por eso en manos de las potencias imperialistas) en competencia no es lo suficiente antiguo como para que el poder actual desee volver a ver una versión modernizada de esa situación. ¿Logrará evitarlo?

El peligro existe, puesto que el poder chino, en su afán de participar en el mundo capitalista con sus mercados e instituciones, no deja de ofrecer armas al imperialismo contra él.

Un artículo del mensual Le Monde diplomatique (noviembre de 2021) describe cómo el poder chino, “apostando por el patriotismo limitado de las multinacionales chinas y su avidez ilimitada, levantó las barreras que obstaculizaban el acceso de capitales nacionales a determinados segmentos del mercado, y otorgó autorizaciones a grandes grupos americanos para la explotación de filiales participadas al 100% o con participación mayoritaria en mercados especializados (gestión de patrimonio, primas, emisión de bonos, seguros, calificación, etc.).” Han aprovechado grupos financieros tan potentes como Goldman Sachs, BlackRock, JPMorgan Chase, Citibank y otros cuantos de la misma clase. Hasta el punto de que una publicación china, Global Times, escribió: “China se está abriendo mientras que los Estados Unidos se están cerrando.”

En el artículo citado de Le Monde diplomatique, se afirma que, a raíz de esas autorizaciones otorgadas a grupos estadounidenses, “los flujos entrantes estadounidenses en China alcanzaron los 620.000 millones de dólares durante la presidencia de Donald Trump, a los cuales se tiene que sumar decenas de introducciones de empresas chinas en bolsas americanas. Al final de 2019, los inversores estadounidenses tenían al menos 813.000 millones de dólares en acciones y bonos chinos, cuando eran tan sólo 368.000 millones en 2016. El total rondaría hoy día el billón (millón de millones).”

En el artículo se dice también, y con razón, que “el auge de China fue posible gracias a una integración controlada al mercado global”.

Es incontestable hablando del pasado. Pero no es ninguna garantía para el futuro. China se ha echado a la carrera por la integración en el mercado global capitalista. Pero se trata de un mercado dominado por el imperialismo, en particular el estadounidense. La potencia financiera del imperialismo estadounidense, junto con una burguesía nacional china que por ahora queda más o menos bajo control, representa un factor de dislocación extraordinariamente fuerte. La formación de baronías regionales en el seno del aparato de Estado puede ser el inicio de este proceso.

El maoísmo nunca ha representado los intereses del proletariado ni tampoco los de la revolución proletaria. Representó la revolución nacional – es decir los intereses de la burguesía – llevada a cabo apoyándose en el campesinado. Pero el maoísmo ha logrado mantener contra los vientos un Estado nacional chino capaz de resistir a la dominación política del imperialismo. Mao hizo frente al peligro militar. Sin embargo, la penetración del imperialismo, aunque bajo la forma pacífica de la inversión de capitales, puede aniquilar lo adquirido en la guerra de emancipación nacional, de la cual Mao y el maoísmo han sido el símbolo.

El futuro de China lo determina en realidad la lucha de clases, entre el proletariado chino y la burguesía, tanto la nacional como la imperialista. Las leyes de la lucha de clases pueden más que la voluntad de los dirigentes chinos. Si la burguesía imperialista sigue dominando el mundo, no está escrito que los frutos de la revolución nacional china de 1948-1949, y ante todo su emancipación de la dominación política directa del imperialismo y la unidad del país, puedan ser preservados. Por el momento, la intervención del proletariado chino en el terreno político es invisible, al no ser inexistente. Pero es la única alternativa respecto al futuro que el imperialismo le prepara a China.

Ex URSS
 
Treinta años después de la implosión de la Unión Soviética, provocada en diciembre de 1991 por las luchas de poder en lo alto de la burocracia post-estalinista, el derrumbamiento económico así como el inmenso caos sociopolítico que provocó, ¿cómo están los Estados procedentes del desmantelamiento de la URSS?

Exceptuando a las repúblicas bálticas (Estonia, Letonia y Lituania, tres pequeños países que sólo mediante la integración en la Unión Europea con el estatus de parientes pobres se salvaron del destino de los demás), los Estados salidos del final de la URSS siguen padeciendo una inestabilidad crónica. Como tela de fondo, un retroceso social y económico, la pobreza que se dispara, unos regímenes autoritarios cuando no son meras dictaduras, y que garantizan una economía de depredación – de la cual se aprovechan, claro está, los dirigentes de turno, pero sobre todo los grandes grupos capitalistas que dominan la economía global.

En Ucrania, Moldavia, Armenia, Georgia, Azerbaiyán y en Asia central ex soviética, esa inestabilidad se manifiesta en particular en los conflictos permanentes, a veces latentes, a veces abiertos, entre vecinos y dentro de cada Estado estirado entre fuerzas antagónicas. Por no hablar del chovinismo extremo de quienes dirigen regímenes recién llegados en el escenario internacional como entidades independientes, o del separatismo de naciones minoritarias que oprime el poder central.

Rusia, el país más potente y desarrollado de la ex URSS, sólo pudo deshacerse del caos de la primera década post-soviética restableciendo la “vertical del poder” tan deseada por Putin, es decir recuperando el Kremlin su control sobre la casta que gestiona el Estado. Los grandes organismos del Estado ruso se habían convencido de que esa era la condición esencial para mantener el orden que les permite enriquecerse, tener posiciones y privilegios, así como se lo permite a una burguesía que surgió de entre ellos.

Le garantizó a Rusia cierto repunte económico hasta que los ecos de la crisis financiera global de 2008, luego el empeoramiento de la crisis general del capitalismo vinieron a golpear el eje central de la economía y el enriquecimiento de la burocracia: la exportación de materias primas, especialmente las energéticas.

Frente a la reducción de sus ingresos, y por lo tanto la bajada de la renta de la que chupan millones de burócratas, el poder se volvió contra la población. Promulgó una serie de medidas que llevan a que cerca de 20 millones de Rusos (uno de cada siete) vive hoy día bajo el umbral de la pobreza, y el ingreso real de los trabajadores ha perdido un 10% desde 2013. Entre esas medidas, el aumento de la edad de jubilación.

De ahí un rechazo al poder, que por ser pasivo en la mayoría de los casos – excepto las manifestaciones de 2018 contra las medidas sobre pensiones – no deja de aumentar.

La desconfianza de las capas populares para con el poder y todo lo que a él se refiere puede notarse en la baja tasa de vacunación contra la Covid (el 30%) a pesar de un récord de muertos respecto a Europa, y a pesar de las sanciones (por lo general, el despido) contra los trabajadores que no se vacunan, ya sea en los servicios públicos o en varios sectores privados, por ejemplo la automoción.

Las elecciones generales de septiembre, a su manera, reflejan esa desconfianza. Las maniobras habituales para manipular los resultados no impidieron que, si bien ganó el Kremlin, no puede presentarlo como un apoyo popular a su política, puesto que incluso la tasa oficial de la abstención es más elevada que en los votos anteriores, en particular entre la clase obrera – por lo que se sabe.

Luego, si bien mantiene su mayoría en la Duma el partido del Kremlin, Rusia Unida, ha perdido 20 escaños en beneficio sobre todo del Partido Comunista (el KPRF). A falta de otra cosa, votantes de clases populares, jóvenes en general, han tomado el voto al KPRF para expresar su rechazo al poder, aunque ese partido forme parte del régimen como “oposición de su majestad”. Al contrario de lo que pasó en elecciones anteriores, esta vez el “voto inteligente” (o sea “todo menos Putin”) por el que aboga la oposición liberal pro occidente tipo Navalny no le ha beneficiado.

Navalny acaba de recibir el premio Sájarov 2021 de las manos del Parlamento Europeo. El premio recompensa a un oponente famoso que el poder trató primero de envenenar, luego mandó a la cárcel porque agrupa a amplias capas de la burguesía pequeña y mediana en torno a la denuncia de las bajezas del régimen. No es de ayer que dirigentes y medios del mundo capitalista eligen como opositor nº1 de Putin a este abogado que se presenta como el heraldo de un capitalismo liberado de la tutela de los burócratas. El que iniciara Navalny su carrera política abanderando ideas monárquicas, ultranacionalistas y xenófobas no parece ser un problema para sus alabadores occidentales.

En cambio, convierte a la corriente que gira en torno a Navalny, sea cual sea el valor personal de éste, un adversario resuelto de los trabajadores y de sus intereses de clase. Por lo que tiene algo en común con Putin y su régimen, aunque el uno esté en la cárcel a causa del otro. En ese tema, los comunistas revolucionarios de Rusia deben concienciar a los trabajadores, y más aún si, como lo esperamos, el descontento social se convierte de pasivo en activo.

Magreb y Oriente Medio

Desde Medio Oriente hasta Magreb, la crisis económica y las consecuencias de la pandemia – y a menudo las de las guerras – siguen empeorando la situación en la mayoría de los países, donde la población paga un precio cada día más elevado.

En Túnez, el único país donde, según dicen, la “primavera árabe” de 2011 se había terminado por la implementación de un régimen democrático, el presidente Kais Said ha suspendido provisionalmente (o así lo dice) la Constitución, justificando su iniciativa con la necesidad de poner fin al bloqueo de las instituciones, cuya responsabilidad echa al partido islamista Ennahda. Diez años tras la caída del régimen de Ben Ali, las aspiraciones sociales que salieron a la luz fueron decepcionadas, y Kais Said busca presentarse como un salvador, el que podría acabar con la inmovilidad del sistema y sacar al país del callejón sin salida. Su iniciativa parece haber gozado de cierto apoyo popular al principio, pero igualmente se trata de una evolución hacia un régimen más autoritario.

Es de recordar que en Egipto, el segundo país afectado en 2011 por la “primavera árabe”, el golpe de Estado militar de junio de 2013, que cesó al presidente elegido Morsi miembro de la Hermandad Musulmana, también gozó de un amplio respaldo popular, en particular el de los partidos de izquierdas. Si el general Al-Sisi empezó aplastando con sangre las protestas de los partidarios de Morsi, luego se volvió contra los demás opositores y contra los trabajadores, al poner en marcha una dictadura que poco difiere de la de Mubarak, que habían echado abajo las manifestaciones de principios de 2011. En Túnez, la decisión de Kais Said podría iniciar una evolución parecida.

En Argelia, las movilizaciones masivas del “Hirak”, el movimiento nacido en febrero de 2019 contra la quinta candidatura de Bouteflika a la presidencia, se han agotado, y en 2021 no han vuelto. Después de una elección difícil a finales de 2020, el nuevo presidente Abdemajid Tebboune ha comenzado a recuperar el control. Ya se han producido detenciones y condenas de opositores, así como la liberación de los altos políticos y hombres de negocio antes detenidos para satisfacer un tanto las exigencias de la calle. Sin embargo, el descontento social sigue manifestándose, especialmente entre la clase trabajadora, quien ahora paga el precio de la caída económica y la inflación disparada.

En Argelia, en Túnez, en Egipto, el bonapartismo militar o civil es la respuesta de las clases dirigentes ante una situación de crisis y ante su incapacidad para responder a las masas que quieren salir de la miseria. En Marruecos es la institución monárquica la que desempeña ese papel.

En Líbano, la crisis económica toma formas trágicas. Las consecuencias de la explosión en el puerto de Beirut, en agosto de 2020, sólo han acelerado una quiebra ya entonces general.

Las clases dirigentes, al poner a cubierto sus capitales fuera del país, han acelerado la caída de la moneda y desencadenado el empobrecimiento de la mayoría del pueblo, incluso una pequeña burguesía que antes gozaba de un nivel de vida bastante elevado respecto al de la región, y que ahora tiene que sobrevivir como puede. Los llamamientos demagógicos de Macron por que se “reforme” una clase política libanesa completamente ligada al imperialismo sólo han llevado, como era previsible, a formar un gobierno dispuesto a seguir con las prevaricaciones de los anteriores. Los fondos internacionales que se desbloqueó so pretexto de “ayudar a Líbano” sólo permitirán que la misma clase dirigente siga enriqueciéndose, pasando por alto las necesidades del pueblo llano.

En Turquía, la crisis económica sigue sembrando estragos, con una caída rápida del nivel de vida de la población. El régimen de Erdogan sólo se mantiene a costa de la represión y purgas permanentes, hasta en el Estado. La crisis es más grave aún en Irán, donde las sanciones impuestas por los Estados Unidos se suman a causas generales. En los países destruidos para un largo tiempo, como Siria, Irak y Libia, nada señala una verdadera estabilización ni el inicio de una verdadera reconstrucción. Por fin, en Yemen, sigue la guerra de Arabia Saudí contra los rebeldes hutíes con el respaldo de las potencias imperialistas, y sus consecuencias para el pueblo ya se describen como una de las peores catástrofes humanitarias.

En Israel, donde los gobiernos de derechas y ultraderechas lo han hecho todo para que el pueblo se olvide del problema palestino, éste volvió a surgir en mayo, con manifestaciones de la juventud palestina a la cual se añadieron los árabes israelíes. La coalición que ha sustituido a Netanyahú elevó al puesto de primer ministro a un líder de extrema derecha, Naftali Bennett. La política de colonización que no cesa y el refuerzo de la ultraderecha nacionalista y racista son un peligro no sólo para los palestinos sino para toda la sociedad israelí. Por su parte, el Hamás, al disparar contra Israel, quiso utilizar la revuelta de los palestinos para presentarse como su único representante posible. El pueblo israelí tiene tanto interés como los palestinos a que se salga de esa situación sin perspectiva. Lo cual supone que se abandone la política de colonización, que ha convertido a Israel en el instrumento de predilección del imperialismo, y reconocer el pleno derecho de los palestinos.

La salida de las tropas estadounidenses de Afganistán ha dejado la puerta abierta a los Talibanes al poder, en unas condiciones trágicas para esa fracción de la población, especialmente en Kabul, que se había beneficiado de la presencia occidental con mejores condiciones de vida y el reconocimiento de algunos derechos, en particular para las mujeres. Sin embargo, sólo se trataba de una fachada: la mayor parte del país seguía en condiciones de atraso y miseria agravadas por los destrozos debidos a las guerras sucesivas. Al revés de los discursos de justificación, la intervención militar occidental nunca tuvo como objetivo implementar transformaciones sociales, ni la democracia y la paz. Después de los atentados de septiembre de 2001, se trataba para los Estados Unidos de demostrar que la primera potencia del mundo no iba a dejar impune el ataque. Después de veinte años de presencia militar occidental, Afganistán entra en la ya muy larga lista de los países devastados por las intervenciones imperialistas, reducidos a la miseria y lo arbitrario. Respecto al poder político reaccionario que se está instalando en Afganistán, los EE.UU. y las potencias occidentales pueden conformarse con él, como llevan años conformándose con los regímenes islamistas en Arabia Saudí o en los Emiratos. De hecho, fueron los servicios occidentales los que, en Afganistán, favorecieron el desarrollo de grupos islamistas, en un principio era para contrarrestar la influencia soviética, antes de que dirigentes como Ben Laden se volvieran contra ellos. Fundamentalmente, es la dominación imperialista quien es responsable tanto de la miseria general como de la permanencia de poderes políticos reaccionarios. Puede que los imperialistas hayan tenido que combatir a los Talibanes; pero éstos son en buena parte el fruto de sus intervenciones.

Para los pueblos de esa región, la lucha contra los poderes políticos actuales en sus versiones más o menos reaccionarias, y la lucha contra el imperialismo y su dominación son una sola cosa.

29 de octubre de 2021